jueves, 1 de julio de 2010
Me entretenía en contemplas los sutiles y dorados rayos del sol que se colaban entre el verde oscuro del ramaje de los pinos. Los miraba y a veces mis ojos se llenaban de un dorado intenso que cegaba a mis ojos y me impedía ver todo aquello que se encontraba a mi alrededor.
Soplaba un ligero vientecillo, fresco para esta época del año en la que el verano se encuentra recién estrenado. Era tan sutil que débilmente llegaba a balancear las ramas, acaso tenuemente movía las agujas de los pinos y las mecía en un delicado vaivén.
Yo entrecerraba los ojos y jugaba, tal y como cuando era una niña, a formar figuras con las manchas que vislumbraba bajo mis párpados cerrados, formas amarillas-rojizas, a veces azules, a veces verdes, que desbocaban mi imaginación igual que antaño.
Una de las veces que los abrí la vi. Estaba allí, posada en una gruesa rama y acicalándose el plumaje.
La alcanzó uno de los rayos de sol y ella se volvió por momentos tornasolada, refulgiendo sus plumas con colores iridiscentes y brillantes.
Era ella, la paloma herida a la que cuidé y curé y que dejé en libertad cuando ya estaba recuperada.
Hoy regresó a casa por su propia voluntad, pero libre para marcharse cuando quisiera.
Aún cojeaba levemente de una pata pero la herida del disparo que le lanzaron inmisericordemente ya estaba superada.
Mi visión ahora rebozaba de felicidad, donde se mezclaban los tonos verdes de los pinos y el gris perlado de ella, todos iridiscentes por la magia de la luz solar que los envolvía.
Mi corazón también se envolvía de gozo.
Que nada ni nadie empañe esta quietud y remanso que ahora disfruto. Es mi momento.
Foto de Aquí
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