domingo, 15 de noviembre de 2009
Bajé las escaleras de la cocina y los primeros rayos del sol me dieron de lleno en la cara. Eran unos rayos bajos, que me obligaron a entrecerrar los ojos, palpando cuidadosamente con mis pies los escalones, para no caer ante la repentina ceguera.
Entonces me dirigí hacia ella, la blanca Dátura que pendía lánguidamente del verde tallo. Inmaculada, tersa, fresca, acariciada dulcemente por los rayos dorados del amanecer. Ni siquiera me atrevía a tocarla, tal era la majestuosidad que desprendía. Su acicalado aroma impregnaba mis sentidos y se esparcía entre las verdes enredaderas. Su majestuosidad provocaba dentro de mí sentimientos encontrados que me hicieron recordar otra etapa de mi vida, otra Dátura inmaculada y otra fragancia perdida en el tiempo.
Bella Dátura, virginidad inocente que se mecía al compás que le marcaba el aire.
Dátura.
Entonces me dirigí hacia ella, la blanca Dátura que pendía lánguidamente del verde tallo. Inmaculada, tersa, fresca, acariciada dulcemente por los rayos dorados del amanecer. Ni siquiera me atrevía a tocarla, tal era la majestuosidad que desprendía. Su acicalado aroma impregnaba mis sentidos y se esparcía entre las verdes enredaderas. Su majestuosidad provocaba dentro de mí sentimientos encontrados que me hicieron recordar otra etapa de mi vida, otra Dátura inmaculada y otra fragancia perdida en el tiempo.
Bella Dátura, virginidad inocente que se mecía al compás que le marcaba el aire.
Dátura.
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