martes, 22 de septiembre de 2009
Caía ayer la tarde cuando de repente me embargó una incomprensible angustia. Casi como una autómata me dirigí hacia la ventana y permanecí largo rato en ella contemplando el campo. La agonizante luz del sol me daba de lleno en la cara. Me la cubrí con las manos y por entre los dedos podía ver su iridiscencia con toda nitidez.
Comencé a llorar aún sin saber el motivo o la razón por lo que lo hacía. Acaso se debiera a la una ligera perturbación de mi mente. Simplemente me brotaron las lágrimas.
No sollozaba ni tampoco se me contraía el rostro. Intuí que mi llanto tenía su origen en algo más profundo que un simple momento, tal vez algo que aún no estaba predispuesto para salir a la superficie.
Lloraba como si la desolación que sentía se hubiera convertido en algo adherido a mi ser.
Permanecí inmóvil, con la mirada perdida a través del largo ventanal sin hacer ademán alguno por enjugar el cristal salado que manaban mis ojos. Alguno escapó brillante de mi piel cayendo sobre el alféizar. Me parecía que lloraba ante un crucifijo, o por una irreparable pérdida imposible de sustituir.
Y entonces lo supe.
Lloraba por mi casi perdida juventud.
Comencé a llorar aún sin saber el motivo o la razón por lo que lo hacía. Acaso se debiera a la una ligera perturbación de mi mente. Simplemente me brotaron las lágrimas.
No sollozaba ni tampoco se me contraía el rostro. Intuí que mi llanto tenía su origen en algo más profundo que un simple momento, tal vez algo que aún no estaba predispuesto para salir a la superficie.
Lloraba como si la desolación que sentía se hubiera convertido en algo adherido a mi ser.
Permanecí inmóvil, con la mirada perdida a través del largo ventanal sin hacer ademán alguno por enjugar el cristal salado que manaban mis ojos. Alguno escapó brillante de mi piel cayendo sobre el alféizar. Me parecía que lloraba ante un crucifijo, o por una irreparable pérdida imposible de sustituir.
Y entonces lo supe.
Lloraba por mi casi perdida juventud.
(Fotografía de Alone I Break)
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